La fe suele llegar disfrazada de paradoja: uno pide estruendos y recibe susurros; espera murallas y aparece… una araña. Así empieza esta vieja historia, que siempre vuelve porque encierra esa ironía dulce y punzante que solo la vida —o quien la diseñó— sabe manejar.
Un hombre huía de varios malhechores. Corrió hasta una cueva y, jadeando, pidió ayuda divina con toda la urgencia de quien ya se siente perdido: “Señor, mándame dos ángeles. Tapa la entrada. Protégeme.”
Pero lo único que vio fue a una pequeña araña descolgarse desde lo alto y comenzar a tejer, hilo tras hilo, como si no hubiera un drama humano en curso.
El hombre insistió: “Te pedí un muro, no una telaraña.”
La araña, imperturbable —quizá acostumbrada a la impaciencia humana— siguió trabajando. Y mientras los perseguidores se acercaban, él sentía que cada hebra era otra confirmación de su inminente final.

Pero entonces llegaron los pasos. Las voces. El brillo metálico del peligro. Y la escena que detuvo la tragedia con la astucia de una comedia divina:
—¿Entramos en esta cueva? —preguntó uno.
—No. Mira esas telarañas. Si alguien hubiera entrado, estarían rotas. Vayámonos.
Y se fueron. Así, sin sospechar que la aparente fragilidad que despreciaban había sido la fuerza que salvó una vida.

El hombre, todavía tembloroso, comprendió entonces ese contraste tan claro que siempre olvidamos: lo que parece débil puede resultar impenetrable; lo pequeño, decisivo. Igual que esa idea antigua que dice que si pides un árbol quizá recibas una semilla. No por escasez, sino por confianza.
Porque a veces la protección llega en forma de una telaraña que tiembla… y aun así sostiene.
Porque confiar no es cerrar los ojos: es abrirlos a otra forma de entender la realidad.
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Es cierto en las cosas más débiles están las mayores fuerzas, es muy cierto que la fé mueve montañas y que «EL HOMBRE PROPONE Y DIOS DISPONE»
BENDICIONES!!