Dicen —con esa seguridad tan nuestra para hablar de lo invisible— que en lo más profundo del cuerpo habita el alma. Nadie la ha visto, pero todos juran sentirla. En su centro vive un pájaro: un animal frágil y testarudo que reacciona a todo lo que nos ocurre. Si nos hieren, vaga dolorido; si nos quieren, se ilumina; si nos abrazan, crece como si el pecho fuera un cielo ampliado.

Alma-Humana

Desde que nacemos, este pájaro nos acompaña como una respiración paralela. Y aunque suene extraño, está hecho de cajones. No decenas: muchos. Cajones para lo básico —alegría, tristeza, enojo, esperanza— y otros más esquivos, como el de los secretos que casi nunca permitimos abrir. Pero no hace falta enumerarlos todos: basta saber que el pájaro decide qué sentimos girando pequeñas llaves internas. A veces seguimos sus órdenes; otras, él desobedece las nuestras. Uno quiere silencio y él abre la voz; uno busca calma y él abre impaciencia. Una democracia emocional bastante cuestionable.

Cada persona es distinta, en el fondo, por la forma en que su pájaro maneja esos cajones. Algunos abren cada mañana luz; otros, sombras. Un pájaro herido elige cajones ásperos; uno amado, cajones suaves.

Y aun así —paradoja inevitable— rara vez escuchamos a ese ser que vive dentro de nosotros. Llama, susurra, intenta contarnos quiénes somos… pero casi siempre estamos demasiado ocupados para oírlo. Quizá por eso conviene, cuando la noche baja y el mundo se aquieta, prestarle atención. No pide mucho: sólo que lo escuchemos un instante.

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