Había una vez dos niños que patinaban sobre una laguna congelada. Era una de esas tardes grises en que el aire parece denso y el frío, casi una presencia. Sin embargo, ellos reían, deslizándose sin miedo sobre la piel frágil del hielo. Hasta que —como si el invierno mismo hubiera decidido jugar una mala broma— el hielo se quebró. Uno de los niños desapareció bajo el agua helada.

El otro, sin pensarlo, sin medir el riesgo ni el sentido, tomó una piedra y comenzó a golpear el hielo con una determinación feroz, casi primitiva. Golpeó una y otra vez hasta abrir un hueco y sacar a su amigo del abismo blanco.

Cuando llegaron los bomberos, observaron el escenario con incredulidad.
—¿Cómo pudo hacerlo? —se preguntaban—. El hielo es demasiado grueso, y esas manos… demasiado pequeñas.

Entonces un anciano, que miraba desde cierta distancia, respondió con una calma que parecía venir de otro tiempo:
—Yo sé cómo lo hizo —dijo—. No había nadie cerca para decirle que no podía hacerlo.

Esa frase, tan simple y tan demoledora, contiene una verdad que olvidamos con facilidad: el mayor peso del mundo no es el hielo, ni el dolor, ni siquiera el miedo. Es la voz de quienes nos convencen de que no se puede.

Vivimos rodeados de esas voces que dictan límites disfrazados de prudencia: “No lo perdones, no lo merece”, “no lo intentes más, no tiene sentido”, “no puedes”. Pero, tal vez, la fe —esa palabra tan usada y tan mal comprendida— consiste en recordar que el Creador no nos pide perfección, sino posibilidad.

Porque todo lo que duele puede sanar. Todo lo que pesa puede soltarse. Y todo lo que parece imposible puede quebrarse… igual que el hielo, cuando el corazón golpea sin miedo

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