El rabino vivía entre sombras humildes y libros gastados. Su casa era tan pequeña que parecía guardar silencio para no molestar la sabiduría que allí habitaba. Un día, como un cometa que atraviesa la oscuridad, llegó a visitarlo uno de los hombres más ricos de Europa. El magnate, acostumbrado a los mármoles y candelabros, se sorprendió al hallar al sabio entre paredes desnudas y muebles que parecían pedir disculpas por su simpleza.

—Rabino —preguntó con esa mezcla de curiosidad y condescendencia que suele acompañar a la riqueza—, ¿por qué vive usted así? ¿Por qué no cambia esta choza por una casa más digna de su nombre?

El sabio sonrió apenas, como quien sabe que la respuesta necesita madurar un poco antes de ser dicha, y prometió explicárselo más adelante.

Días después, cumplió su palabra y fue a visitar al millonario en su hotel. Al entrar a la habitación, el rabino observó el espacio exiguo, la cama solitaria, el armario cansado y el baño ausente. Entonces, fingiendo sorpresa, exclamó:

—¡Qué raro! Un hombre de su fortuna viviendo en un lugar tan pobre.

El rico, algo divertido, contestó:
—Rabino, no se confunda. Estoy de paso por esta ciudad. No me hace falta más que lo necesario por unos días.

Entonces el rabino asintió, y con esa calma que solo poseen los que han comprendido lo esencial, respondió:
—Yo también estoy de paso. Por este mundo. Por eso, no invierto mi alma en lo que pronto he de dejar atrás. Mi hogar está en lo que no perece: en mis pensamientos, en mis libros, en mi Dios. Allí guardo mi verdadero tesoro.

La visita del rabino

Pasaron los años, y el destino —que suele tener gusto por la ironía— llevó al rabino a visitar al mismo hombre, ahora en su palacio. Mármol, oro, arte y lujo se disputaban la atención de los ojos. Pero el sabio se quedó quieto, mirando al anfitrión con una seriedad que rompió el esplendor del momento.

—¿Qué ocurre, rabino? —preguntó el millonario—. ¿No me dijo usted que nada de esto importa, que estamos de paso?

El rabino asintió lentamente.
—No he cambiado de opinión. Solo me di cuenta de algo triste: al entrar, dejé de verte a ti. Mis ojos se fueron detrás de tus cosas. Y entonces pensé: si yo, que te conozco, olvidé por un momento quién eres, ¿qué les ocurrirá a los demás? Cuando alguien me visita a mí, sé que viene por mi conversación, por lo que soy. Pero cuando vienen a ti, ¿vienen por ti… o por lo que posees?

El millonario bajó la mirada. El brillo de sus tesoros, por primera vez, le pareció una forma elegante de soledad.

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