La vida: ese campo minado que florece


En cierta ocasión, un profesor viajó a dar una conferencia en una base militar. En el aeropuerto lo esperaba un soldado llamado Ralph: aspecto firme, sonrisa sencilla. Lo curioso vino después. En el breve trayecto hasta recoger el equipaje, Ralph se desvió tres veces de su camino. Primero, para levantar la maleta de una anciana diminuta; luego, para alzar a dos niños curiosos que querían ver a Santa Claus; y finalmente, para orientar a un hombre perdido. Tres gestos breves, tres interrupciones luminosas en la rutina.

El profesor, intrigado, le preguntó de dónde había aprendido a comportarse así. Ralph respondió sin dramatismo: “En la guerra”.
Y entonces, su relato cambió el aire. En Vietnam, su tarea había sido limpiar campos minados. Cada paso podía ser el último. Cada respiración, una prórroga. “Aprendí a vivir paso a paso”, dijo. “Nunca sabía si el siguiente sería el final. Así que procuraba disfrutar el instante entre levantar un pie y volver a apoyarlo. Cada paso era, para mí, toda una vida.”

Qué paradoja tan humana: algunos descubren la belleza de vivir justo donde la muerte acecha. Mientras nosotros medimos el tiempo en años, Ralph lo medía en segundos cargados de asombro.

Nadie sabe lo que ocurrirá mañana, y bendita sea esa ignorancia. Si la vida fuera una película ya vista, ¿qué emoción quedaría? Seríamos espectadores cansados de nuestra propia trama. La incertidumbre —ese pequeño vértigo diario— es lo que mantiene la historia viva.

Vivir, al final, no consiste en llegar más lejos ni en acumular más. Se trata de caminar —como Ralph— saboreando el trayecto, conscientes de que cada paso podría ser el último y, por eso mismo, vale la pena darlo con una sonrisa.

Porque cuando se cierre el telón, no pesarán las victorias ni los títulos, sino la intensidad con que bailamos sobre el campo minado de los días.

La esperanza que trasciende la muerte
Sin embargo, esta historia no se detiene en la tierra. También nos invita a mirar hacia el Cielo, donde la esperanza adquiere un rostro eterno. Confiar en Dios es aprender a vivir con la certeza de que nada se pierde cuando todo se entrega.

La fe nos enseña que incluso los pasos más inciertos conducen hacia la luz de la Resurrección. Ralph caminaba con prudencia sobre un terreno sembrado de peligro; nosotros caminamos sobre la vida, sostenidos por una promesa: que la muerte no tiene la última palabra.

Confiamos en Cristo, que nos ha prometido la Resurrección. Por eso, cuantos creemos en su mensaje de vida eterna, estamos llamados a dar testimonio de la fe y la esperanza que nos anima.
Y así, paso a paso, con la mirada puesta en lo alto, avanzamos con la seguridad de que cada paso dado en amor es ya una victoria sobre la muerte

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